Atlán sentía que tenía una vida burguesa, llena de lujos, honores y comodidades. Con 21 años decidió emprender un viaje que le gusta describir como metafísico y anacrónico, en busca de algo absoluto: la vida, la verdad o la belleza.
Abandonó todo y comenzó a vivir de la manera más esencial posible: recorriendo el mundo sin dinero, caminando, en solitario y sin mapa. Empezó por Canarias, lugar donde nació, y durante 19 meses recorrió 3.000 km a pie por todo el archipiélago, por la costa y el interior de cada isla.
Cuenta que en la historia de los viajes, pocos han comenzado de una forma tan patética como la suya. Sus pertenencias eran la ropa que llevaba, una mochila vacía, un timple y su patrimonio total: 40 euros. No tenía saco de dormir, esterilla o una lona con la que protegerse.
Para dormir se metía en bolsas de plástico de 120 litros y encendía velas en su interior para calentarse. Se sentía un recién nacido, como si aprendiera a vivir de nuevo, a entender qué demonios estaba haciendo.
Aprendió a encontrar en la naturaleza un hogar; a entender el cielo, el viento o la marea. A cada paso se iba asilvestrando y descubriendo la protagonista de esta historia: Canarias. Fue conociendo su flora, su fauna, su cultura, sus paisajes, su mundo aborigen… Un universo apasionante y desconocido hasta entonces para él.
A lo largo del viaje vivió de lo que el camino le ofrecía, gastando 30 euros al mes. Tuvo experiencias apasionantes, como presenciar a 150 m la erupción de un volcán que casi lo sepulta en ceniza. Recorrió toda la superficie de Fuerteventura y Lanzarote (1.000 km) descalzo, alimentándose de lo que pescaba o lo que encontraba en la basura. “Mis pintas eran extraordinarias”, dice, porque casi toda su ropa la confeccionó él mismo. Llevaba un sombrero muy grande que hizo con hojas de junco, una lanza hecha a partir de una caña de bambú con una punta de metal en un extremo y unas sandalias que elaboró a partir de una rueda de bicicleta, cuero y tornillos.
En su intento de alejarse de los humanos, de tener una experiencia romántica con la naturaleza, fracasó, pues encontraba su firma en todas partes. Especialmente en forma de basura que asolaba las playas y montañas que caminaba. Motivado por un sentimiento de rabia y dolor, su aventura se tornó por necesidad en un proyecto educativo y en una crítica social. Su voluntad ya no era solo sentirse vivo, sino proteger la vida. Así, empezó a recoger basura, toda la que encontraba a su paso. También visitó tantos colegios e institutos como pudiera para concienciar a los niños. En total recogió 9 toneladas de basura y dió más de 80 charlas.
En su viaje, y después, Atlán reflexionó mucho. “A veces me pregunto ¿soy cobarde porque huyo de una vida que me asusta? Dejé atrás un futuro asegurado, trabajo, familia, estudios, amigos… Destruí el puente hacia el privilegio que mis padres, con tanto esfuerzo y cariño me habían construido. ¿Para que? ¿Para convertirme en un vagabundo por elección? ¿Soy un egoísta? No lo sé. Lo que sí sé es que el humano persigue un deseo corrompido, creando un ecosistema sintético de derroche y ruido alejado de la naturaleza y destruyéndola sin necesidad. Solo sé que la naturaleza no sufre por mis pasos y que a pesar de todo me siento vivo.”
Durante el viaje no usó mapas, los considera unos aguafiestas. Dice que es como ver una película sabiendo qué va a ocurrir. Viajar sin mapa, sin conocimiento alguno de lo que iba a encontrar, le permitía sorprenderse continuamente.
Atlan estudió ingeniería aeroespacial, pero dejó la carrera al cuarto año y dice que ya no se acuerda de absolutamente nada de lo que aprendió.