Tras dos años de fronteras cerradas por la COVID 19, Marta retomó un viaje que había comenzado en septiembre del 2019 y se vio interrumpido en marzo del 2020. Marta compartió esta primera parte del viaje en las #iatiJGV de 2021 en Madrid.
Así, el 1 de marzo del 2022 Marta voló a Santiago de Chile para reunirse con su moto, “La Chiquitina”, que se había quedado allí.
El mundo todavía estaba paralizado por el virus y todo resultaba complicado. Las fronteras terrestres de Chile con Bolivia y Perú, la ruta prevista por Marta, seguían cerradas.
Decidió ir hacia el sur a recorrer la Carretera Austral. Por el camino, el sur de Chile la dejó maravillada. Llegó hasta Cochamó, inicio de la carretera Austral, y Marta desistió de tomarla porque el otoño estaba muy avanzado y el intenso frío y la lluvia le hicieron replantear la ruta.
Tras el cambio de planes, se dirigió hacia el norte para cruzar a Perú con la esperanza de que en lo que rodaba los 3.700 km que tenía por delante se abrieran las fronteras.
De camino, una parada obligada fue San Pedro de Atacama, un lugar mágico donde acababa de retomarse el turismo y se respiraba optimismo y hermandad.
Buenas noticias: se anuncia que el 1 de mayo abrían la frontera con Perú y Marta se dirige a Arica, ciudad fronteriza. En los 10 días que esperó a que se abriera la frontera, tuvo que resolver algo en la aduana: la moto había superado los 90 días que permitía la importación temporal.
Por fin pudo entrar en Perú, país que recorrió de cabo rabo, y que describe como “imperdible”. El altiplano le robó el corazón y también descubrió las consecuencias del mal de altura.
El viaje continuó por Ecuador, donde al segundo día de su estancia comenzó un paro indígena que cortó las carreteras y dejó el país completamente desabastecido.
En su ruta hacia el norte, llegó a Colombia: “Si existiera Dios, creo que Colombia habría sido el referente del paraíso; sus paisajes, el eje cafetero, sus pájaros de colores y, por supuesto, los colombianos, una gente dulce, risueña, optimista y salsera”, dice Marta.
Alcanzó uno de los puntos más complicados en esta ruta: el tapón del Darién, la frontera entre Colombia y Panamá. La selva separa a estos dos países que no tienen frontera terrestre, y el tapón se puede cruzar en barco mercante, en barquitas piratas o en avión.
Aunque le resultaba una idea tentadora, descartó la barquita ya que era época de lluvias y el mar estaba muy movido. Finalmente decidió tomar un avión de Bogotá a Ciudad de Panamá.
Ya estaba en Centroamérica. Tras visitar el canal de Panamá, salió hacia Costa Rica. Allí se reunió con su sobrina, con la que visitó algún Parque Nacional y aprendió mucho sobre los ecosistemas y sus habitantes. Coincidió con amigos con los que descubrió más la sociedad tica y el Caribe costarricense.
El siguiente paso era la temida frontera de Nicaragua. No le defraudó: efectivamente, fue un infierno. Visitó sus bonitas ciudades coloniales y comprobó que la vida es dura y la desigualdad, aberrante.
Llegó a la frontera de Honduras, donde la corrupción no se disimula. Había una fila enorme para pasar el control de emigración, pero por 10 dólares te ponían al principio de la cola. Después de una hora en la cola y ver que no se había movido del sitio, se dio cuenta de que si quería pasar tenía que pagar. Se sintió tan mal que pasó Honduras de largo.
Por el contrario, la frontera de El Salvador era una frontera tranquila, con funcionarios educadísimos que le hicieron todos los tramites muy fáciles. Sin embargo, El Salvador le resultó un país violento, violento en su desigualdad, en su lenguaje, en sus actitudes, en sus caras….
Continuó a Guatemala, un país maya, en el que disfruta de sus colores y su herencia indígena. Le robó el corazón y le dejó con ganas de más.
México, “el sur huele a Guatemala y el norte a Gringolandia”, dice Marta. Allí comenzó a tramitar el visado para entrar a EE UU (al haber estado en Iran se lo pedían). Le dieron hora para dos años y medio después, así que decidió ir a Monterrey para enviar la moto a España y dar por finalizada su vuelta al mundo. Pero en su camino se cruza algo que la empuja a presentarse en la frontera sin el visado. Sorpresa: consigue entrar en EE UU, su último país, la recta final, el subidón.
Estaba en el octavo mes de viaje cuando en Nueva Orleans, de repente, “la Chiquitina” murió. “Si quieres saber cómo termina mi historia, vívelo en directo”, dice Marta.
Marta tiene 59 años y dos hijos ya mayores. Dedicó una parte importante de su vida a sus empresas de formación hasta que la crisis le obligó a cerrar. En plena crisis pasó el túnel que supone un cáncer (noticia, operaciones y quimio).
Desde los 18 años nunca se ha bajado de la moto, pero la vida que llevaba nunca le permitió viajar con ella, hasta enfrentarse a la hoja en blanco que supuso el cierre de las empresas. Decidió que había llegado el momento de saldar esa deuda pendiente.
Empezó pensando en un viaje por Italia y terminó planificando (y haciendo realidad) una vuelta al mundo.