¿Qué implica viajar a pie?, ¿es duro o tampoco tanto?, ¿se necesita experiencia?… Estas y mil preguntas más son las que nos surgen al plantearnos un viaje a pie, ya sea el Camino de Santiago o una ruta de tres días por los Pirineos. Y las que le surgieron a Guadalupe Muñoz.
Guadalupe pensaba que sería poner un pie delante del otro, como hacemos cada día, hasta llegar algún día a su destino -en un primer lugar Innsbruck y después Montenegro-. Pensaba que a veces le dolería la espalda por el peso de la mochila o que echaría de menos a sus seres queridos, pero que sería soportable.
Y, por si el caminar sola, con dolores y durante meses, no fuera reto suficiente, se puso un requisito: pasar por las zonas más naturales y montañosas (Pirineos, Cévennes, Alpes…) Esto implicaba que podía pasar algunos días sin apenas ver una persona o sin la opción de comprar comida o agua, ella sola, consigo y con sus pensamientos.
En junio de 2022 salió de casa con una mochila de quince kilos preparada para hacer frente a todo tipo de condiciones meteorológicas y períodos de autosuficiencia. En solo las primeras dos semanas vino una ola de calor de 38 grados, de esas que se convierten en protagonistas de los telenoticias porque se recomienda quedarse en casa.
En ese momento ella se encontraba en medio de los Pirineos, para cruzar hacia Francia, calculando la cantidad de agua que podía beber por hora y dejando de comer para mantener su sed a raya. A esto se le añadió una torcedura de tobillo que la obligó a caminar muy lenta y un dolor en la espalda que le impedía caminar mucho tiempo seguido.
En su diario escribió «este camino, el cual solo sé describir con dos palabras: dureza y aprendizaje. Cada día hay alguna cosa nueva a superar. Todo me resulta difícil. Esta noche he empezado a encontrarme mal, la cabeza parecía explotarme, como si tuviera demasiadas cosas dentro, demasiadas preocupaciones: el miedo a la noche en solitario, la incertidumbre del mañana, el dolor de espalda, la lesión en el tobillo… Necesitaba sacarlo todo y he terminado vomitando.”
Pero tampoco hay que asustarse. Viajar a pie es una experiencia en la que el grado de dureza es compensado por el grado de belleza. Y no solo por la belleza paisajística, sino también por la belleza interna. Cada paso hacia adelante es un paso hacia nuestro interior. El paisaje pasa tan despacio que podemos estar varios días viendo las mismas montañas, el mismo pueblo en la lejanía y a veces hasta nos cruzamos con la misma persona que el día anterior. Lo interno se vuelve más interesante que lo externo. La mirada, en lugar de perderse en el horizonte, se vuelve hacia dentro para ver aquello que hemos tenido miedo de observar; desde el amor hasta el dolor.
Guadalupe siempre había sido una persona de movimientos muy rígidos, pero gracias a este viaje descubrió su amor por la danza. Aprendió a hacer de cada día una fiesta agradeciendo todas esas veces que le daban de comer, que alguien le sonreía porque sí, o que podía caminar bajo el sol. Hasta cuando caminaba días enteros debajo de la lluvia y la humedad empapaba su piel por debajo de la ropa y temblaba de frío, miraba hacia el cielo y sonreía por el mero hecho de poder hacer aquello que quiere sin miedos ni juicios y actuando desde el corazón.
Guadalupe tenía 23 años cuando hizo este viaje. Tenía un trabajo estable en una agencia de marketing y un piso alquilado, pero también tenía la inquietud de hacer un viaje como este.
Ya de pequeña su padre la llevaba mucho a la montaña y con 18 años se fue por primera vez sola a los Pirineos a pasar unos días. Siempre ha estado en contacto con la naturaleza y tuvo la idea de ir hasta los Himalayas, pero antes decidió caminar por Europa, cruzando el continente de Este a Oeste pasando a través de los Pirineos y los Alpes. Gracias a este viaje descubrió partes de ella misma que desconocía. La persona que es hoy en día poco se parece a la de antes del viaje. Y se ha quedado con ganas de más, así que pronto habrá segunda parte del viaje.