“Algunos sueños cuando se hacen realidad se desvanecen para siempre. Otros, en cambio, se mantienen en el tiempo después de alcanzarlos y van envejeciendo de la mano de sus autores, yendo y viniendo de manera autómata en forma de recuerdos, olores, alientos y esperanzas.” Así es como Silvia y Jonás, después de tres años de su vuelta al mundo sin aviones, siguen hablando del viaje que les cambio la vida.
Un año, 28 países, 2 océanos, 2 mares, alguna diarrea que otra y 11.000 euros menos en la cuenta del banco resumen su periplo alrededor del mundo.
Partieron de la localidad cántabra de Torrelavega y cruzaron Europa a dedo para llegar a Odesa, en Ucrania. A partir de ahí combinaron interminables viajes en autobús con trenes, barcos y autostop.
Con Europa a sus espaldas, y tras cruzar el mar Negro durante dos noches en ferry, recorrieron la ruta de la seda. Disfrutaron de la hospitalidad extrema de Armenia e Irán, se sorprendieron con las excentricidades de una dictadura tan atípica como Turkmenistán, donde las fotos están prohibidas. Alucinaron con los cielos de Kirguistán. Y relativizaron distancias, ideas y costumbres en tierras chinas.
En Xi’an terminó su particular ruta de la seda, pero no su viaje. Continuaron disfrutando de las playas, la comida y las motos de alquiler del sudeste asiático. Atravesaron Laos en una barcaza por el río Mekong hasta llegar a Tailandia. En Singapur cogieron un barco con más cucarachas que pasajeros que, tras tres días navegando, los llevaría hasta Indonesia.
Fueron incapaces de encontrar un transporte marítimo (de pago) hasta Nueva Zelanda y, muy a su pesar, tuvieron que subir al único avión de su vuelta al mundo sin aviones.
Tras dos semanas, desde Auckland partieron en un portacontenedores hasta Cartagena de Indias. Fueron veintidós días (navidades incluidas) de agua, libros, comida filipina, partidas a la Play Station y algún que otro mareo.
A las pocas semanas de pisar América empezaron a recorrer la cordillera Andina, que no dejarían atrás hasta atravesar Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Asombrados por la oferta turística de Perú, disfrutaron de historia, idioma y algún que otro susto con la ayahuasca. Llegaron a tierras brasileñas, donde pasaron más de dos días sin bajarse de un autobús para visitar a un amigo. Su viaje acabó en las playas de Natal, para por fin volver a casa, cruzando el Océano Atlántico durante diez días en otro portacontenedores.
Silvia es filóloga inglesa, y Jonás es diplomado en Turismo y Empresariales. Se conocieron en un máster de Transporte y Gestión Logística, donde tuvieron la oportunidad de conocer las navieras que, años después, les permitirían cruzar (previo pago) los océanos. Ambos son caseros, pero les gusta sentirse lejos de casa. Se definen como prudentes viajando, pero disfrutan estando expuestos al contacto local. Son profesionales para encajar en autobuses enanos y poder dormir durante horas en ellos. Cuando llegan a un albergue, no pueden evitar preguntar antes por el wifi que por la ducha.